lunes, 7 de septiembre de 2015

Idealismo

Sé que prometí --que juré por el mapa del Merodeador-- que la semana pasada publicaría una reseña de La sangre del Olimpo. Y ese era el plan. Lo prometo. Pero la entrada ha acabado creciendo más de lo que esperaba y ya no es una reseña, no, es un resumen de toda la trama de Nico con un montón de comentarios míos sobre cosas e imágenes monas de Nico --o, al menos, planeo que haya muchas imágenes monas de Nico--.
El caso es que no sé cuándo la acabaré y, bueno, quiero publicar el kennal antes de que se publique el quinto capítulo de Corrientes de tiempo y quede desfasado. Porque después seguro que algo ha desbaratado todo lo que yo he escrito. Si tengo suerte será una escena de Álvaro y Kenneth confesando sus sentimientos a la luz de la luna. Pero seguramente tenga algo que ver con lo que le ha pasado a Tim o qué sé yo. Es lo que suele pasarme. En plan, podría haber pasado lo que he escrito, peeeeeeeeero no pasa una noche hasta que van a no sé dónde. Sí, es frustrante. Por si acaso, yo he evitado toda referencia temporal. Y no he mencionado a Tim. Lo siento, Tim, conste que me caes bien y tal, pero te interponías en el camino del fanfic.
Obviamente, dado que hasta lo comienzo con un fragmento, es necesario haber leído el capítulo cuatro de Corrientes de tiempo. Y, además, no os vendría mal leer los comentarios que intercambiamos Magik y yo al respecto, dado que deja de fingir que Álvaro es heterosexual --como si nos lo hubiésemos creído en algún momento...-- y nos da datos sobre su vida sentimental.
Sí. Lo sé. Ahora ya no sólo tenemos el kennal y felal, también tenemos el mateal. Podría ser el alteo, pero entonces rompería la concordancia y quedaría mal. Shippeamos algo llamado felal en vez de alvipe para mantener esa concordancia. Kennal suena demasiado bien como para no ajustarnos a su forma. Y de todos modos, es la única relación con futuro y fragmentos monos, así que no perdemos nada.
He intentado apegarme lo más posible al canon y mantener todos los personajes en IC, pero no sé si lo he conseguido, sobre todo al final. Es que he tenido que añadir y cambiar un montón de cosas con la nueva información y me he liado mucho. Y ya no sé cómo piensa Álvaro porque creía que sí, pero no, y eso confunde. Magik, si están OoC, no pienses algo en plan "Esa petarda obsesiva ya está destrozando mis personajes..." --que sería lo que pensase yo en tu lugar, lo admito-- piensa, en su lugar, que tus personajes son tan únicos y geniales que resulta imposible imitarlos, ;)
Y ahora, el fic. Advierto que son once páginas de Office.





Idealismo.


"–Hay algunas personas que son especiales, ¿sabes? Que poseen un tipo de inocencia que ni siquiera ellos mismos ven, pero sí los demás. Y en este mundo podrido y horrible en el que vivimos, esa inocencia brilla más que nada, aunque también es muy difícil de encontrar. Por eso, considero que esas personas deben ser protegidas, preservadas como si fueran criaturas en peligro de extinción.
Kenneth tragó saliva.
¿Te refieres a Tania?
También.
–¿También? Ah, hablabas de Ariadne entonces.
Bueno... Aún queda algo de inocencia en ella, pese a todo, pero... Kenneth, yo..."

Ese momento llevaba repitiéndose en bucle durante horas, ocupando todos sus pensamientos. El problema era que, solo en su habitación y con 50 Sombras de Grey como único entretenimiento, su mente no dejaba de volver, una y otra vez, a esa escena.
Soy un maldito estúpido.
Si bien era cierto que había estado discutiendo con Kenneth durante demasiado tiempo, con el consiguiente desgaste de sus maltratados nervios, no dejaba de haber cometido un error terrible.
No estaba seguro de cuándo databan esos sentimientos que albergaba por el joven, pero, desde que era consciente de ellos, los había enterrado todo lo hondo que la continua convivencia le permitía. Al contrario de lo que pensaba la mayoría de la gente, envidiosa, sin duda, de su extrema belleza, no era idiota. Cuando recordaba al joven ladrón que había partido en busca de las Cuatro Damas con su mejor amigo y había vuelto con las manos manchadas de sangre, le costaba mucho relacionarse con él. Había pasado demasiado tiempo, demasiadas cosas. Un largo y tortuoso camino le separaba de El Ángel, su nombre en clave como ladrón, y muchas veces, recordando lo acontecido, se veía a sí mismo como un extraño. Nunca se había considerado una persona inocente, pero los años le habían probado que así había sido durante su juventud, inocente, idealista, sin tener ni idea de cuanto podía perder, con toda la vida por delante y un destino claro como el cristal. Todo eso se había perdido en el puente de Sant' Angelo. Álvaro Torres ya no era un niño y quedaban pocos rastros de inocencia o idealismo en él. Por ello, sabía que sus sentimientos debían quedar en absoluto secreto. Que todo lo que pudiese sentir por Kenneth Murray estaba destinado, sin discusión, al fracaso. A un doloroso fracaso, que él se veía incapaz de enfrentar por el momento.
No se trataba de no ser correspondido, aunque tenía prácticamente la certeza en ese aspecto, sino del compromiso que ataba a Kenneth y a Ariadne. Cuando la princesa fuese mayor de edad, tendrían que casarse, lo quisiese ella así o no. Sabía que la joven estaba enamorada de Deker Sterling, debido, principalmente, a que tenía ojos en la cara y, como hemos mencionado, no era estúpido, mas eso tampoco tenía importancia en el gran esquema de los hechos. Por ejemplo:
Hecho número uno. Gerardo había hecho un trato con los Murray a cambio de esos dos votos.
Hecho número dos. Ariadne siempre había sido consciente de sus obligaciones como princesa y, aunque le desagradasen, nunca había titubeado respecto a actuar acorde a su rango. Estuviese o no de acuerdo.
Hecho número tres. Los Murray habían cumplido.
Hecho número cuatro. Ariadne cumpliría su palabra aunque eso la destrozase.
Hecho número cinco. Deker era un Benavente, así que entre esos dos nunca podría haber nada formal, debido a las putas reglas de los ladrones.
Hecho número seis. Eso también se aplicaba a él, dado que era un asesino, incluso si olvidasen el compromiso y se asumiese que Kenneth era, como mínimo, bisexual, además de que sintiese algo por él. Lo cuál era improbable.
Hecho número siete. La boda era la única conclusión lógica.
Y ni siquiera él, que siempre había sido un magnífico actor, podía mentir al respecto. Iba a haber boda, lo quisiese él o no. Lo quisiese Ariadne o no. Lo quisiese Kenneth o no. Lo quisiese Felipe o no. Lo quisiese… Hizo una pausa en sus reflexiones, preguntándose quién, entonces, estaba a favor de ese enlace. La única respuesta que le vino a la mente era María Luisa de Murray, o cómo se hiciese llamar.
Esa zorra.
La furia contra esa estúpida mujer siempre le hacía sentirse mejor, debido a que era un blanco perfecto para ser culpado por sus problemas. Además, era una pésima persona y no tenía muchas dudas sobre cómo debió ser la infancia de Kenneth bajo su cuidado. La extrema inseguridad y la incapacidad de tomar decisiones por sí mismo que, al principio, había demostrado, eran muy reveladoras.
En definitiva, Álvaro había aceptado que, fuesen esos sentimientos profundos o no, cosa en la que evitaba pensar, estaban abocados a un final agrio y espinoso que él no necesitaba. Estar rodeado de jóvenes idealistas en ese internado le había hecho darse cuenta de lo amargado que llegaba a estar en según qué cosas y estaba haciendo un consciente esfuerzo por evitar caer en ello, el cual se vería truncado ante el aplastante y, de seguro, horrorizado rechazo que recibiría si, en un ataque de locura espontáneo, confesase sus sentimientos. La imagen podría haber sido incluso divertida, de no haber estado dirigida a él la negativa. Su única opción, por ende, era dejarlo pasar. Seguir adelante, callado y sonriente, y acabar superándolo y saliendo del brete en el que, de nuevo, su sentimental interior le había metido. Cuando recordaba las palabras de su rey, que tenían cierto regusto a profecía, algo en él se estremecía, consciente de lo acertadas que habían estado. Sí, de seguro el ser un sentimental acabaría costándole su vida, acabaría por ser su ruina.
El compromiso, de nuevo, era el obstáculo más visible, mas no por ello el más insalvable, pues había tantas cosas que se interponían en el camino de una hipotética relación que resultaba imposible considerarlas todas.
Por una parte, él lo consideraba sólo un amigo. Por otra, seguía sin tener una mínima pista de si le gustaban, aunque fuese un poquito, los hombres. Álvaro había hecho cambiar a más de uno de opinión pero, con sinceridad, eso nunca tenía efectos duraderos y traía más problemas de los que solucionaba. Además, estaba el que era un asesino, por los que Kenneth sentía un odio visceral. Cierto que parecía haber perdido toda animadversión hacia él y que, en la lucha contra los Benavente, ni siquiera había parpadeado al verlo matar a su atacante, mas eso significaba poco. Él era lo que era. Nadie podía hacer nada al respecto. Bastante había sido lograr su aprecio sincero y, conseguir que correspondiese sus sentimientos, se presentaba como un imposible.
¿Era de cobardes callarse y fingir que nada sucedía? Esa era una pregunta para la que no tenía respuesta, como tampoco la había tenido cuando se enamoró de Felipe o de Mateo, pero, de nuevo, prefería ser uno antes que poner en peligro la amistad que habían entablado, dejarse en evidencia a sí mismo y colocar al pobre chaval en la posición de rechazarlo, con todo lo que eso conllevaría. Incluso si, por un casual, debido a un Objeto descontrolado o a una conspiración de sus hadas madrinas, se viese correspondido, pondría a Kenneth en una situación en extremo complicada, debido, de nuevo, al maldito compromiso.
La gran pregunta, que dejaba sus reflexiones en un absurdo y conseguía que perdiesen todo su sentido, era la siguiente: ¿qué había interpretado Kenneth de sus palabras?
Primero las había atribuido a Tania, luego a Ariadne y, si sus mejillas sonrojadas eran un indicio, había acabado por caer en que estaba hablando de él. Ahora, cabía la pequeña, ínfima y microscópica posibilidad de que no hubiese hilado. Cualquier otro lo habría hecho, pero era posible, incluso plausible, que Kenneth no. No era que el joven ladrón no fuese inteligente o algo así, dado que había demostrado en infinidad de ocasiones que no carecía de recursos o capacidad, pero no dejaba de ser Kenneth. Kenneth, que no podía ser más inocentón porque no entrenaba, que se sonrojaba ante la mínima insinuación y que, de seguro, nunca se plantearía que él estaba… Bueno, que él tenía sentimientos de carácter romántico. Hacia él. O hacia nadie.
Hizo una mueca al recordar las duras palabras que le había dirigido, rezumando sarcasmo, ante el comentario de Tania sobre él siendo un conquistador. Y, aún así, los agonizantes rastros de su idealismo se atrevían a susurrar en su oído que a lo mejor eran celos. Los rastros de su idealismo eran estúpidos y no quería escucharlos, porque luego sería mucho más doloroso, pero la mera posibilidad le hacía sonreír como a un tonto.
Cuando la puerta se abrió de improviso, no pudo evitar el alzar la mirada, sintiendo una extraña emoción ante la visita. Emoción que se drenó en un par de segundos, cuando comprobó que era Felipe el que había ido a visitarle. Dedicó una sonrisa a su amigo, dejando el libro en la mesilla.
¿Problemas en el paraíso? ¿Por qué no estás con Valeria? No me digas que habéis discutido –se preocupó.
No, Valeria y yo estamos bien.
Me alegro, porque no tengo otra habitación a la que ir. Y tú no querrías dejar sin cama a un pobre tullido, ¿verdad?
¿Estás seguro de eso?
Tus palabras me hieren, que lo sepas. ¿De verdad estarías dispuesto a echarme? –preguntó, llevándose una mano al pecho con teatralidad.
No me refiero a eso –replicó Felipe con paciencia, dirigiéndole una mirada astuta–. Me refería a si de veras no tienes otra habitación a la que ir.
Bueno, estamos en un castillo, haber hay habitaciones, pero el traslado sería un engorro…
Álvaro, sabes lo que quiero decir.
No –admitió, algo perdido–. La verdad es que no lo sé, prueba a ser menos críptico.
¿Sabes de qué me he dado cuenta en estos días que llevo despierto del coma?
De muchas cosas, supongo. Con todo lo que está pasando.
Sí, pero la que me más me ha llamado la atención es una concreta –dijo con suavidad, alzando la mirada para que sus ojos se encontrasen–. ¿Qué tipo de relación te une a Kenneth Murray?
Mierda.
No se había esperado esa pregunta. ¡Ni siquiera tenía sentido que se la hiciera! Después de todo, nunca le había confesado a su mejor amigo que le gustaban los hombres. Siempre había sido un secreto que sólo él, además, obviamente, de sus amantes, había conocido. Álvaro nunca había sido de los que daban explicaciones y, después de todo, sus gustos eran sólo asunto suyo. El que, de algún modo, se las hubiese arreglado para enamorarse de sus dos mejores amigos en su momento, había sido determinante en su decisión de ocultárselo.
Presionó un poco los labios, inclinando la cabeza y pensando muy bien en su próximas palabras.
Bueno, en un principio nos llevamos fatal. A él no le gustaba que yo fuese un asesino, a mí no me gustaba que Ariadne tuviese que casarse con él… Pero supongo que, al final, conseguimos llegar a un punto intermedio. Nos hicimos amigos –concluyó, encogiéndose de hombros–. Es cierto que nos hemos pasado la mayor parte del tiempo discutiendo desde que despertaste, pero no es nuestra tónica habitual. Al menos, no últimamente –añadió.
Felipe lo examinó con el rostro impasible.
Bonito discurso. Ahora la verdad.
Es la verdad.
Álvaro, en serio. Si no eres sincero conmigo voy a sentirme ofendido, sobre todo teniendo en cuenta que no os habéis esforzado mucho en ocultarla.
Estoy siendo sincero –insistió–. Somos amigos.
Ah, ¿eso es todo lo que sois?
Sí –asintió con decisión.
Por mucho que me duela.
Está bien –decidió–. Te creo.
Gracias.
Pero, ¿qué te gustaría que fueseis?
Álvaro bufó, pasándose los dedos por el cabello dorado, que estaba incluso más despeinado que antes de la reunión.
¿A qué viene esa pregunta?
¿Tú a que crees que viene?
No lo sé.
Vamos a ver. Me despierto del coma y, unos minutos después, casi te desmayas porque él se está yendo a Londres.
Eso fue por el vínculo –se defendió.
¿Quieres entrar en por qué le cediste uno de tus ojos? –preguntó Felipe, alzando una ceja.
Porque no quería que Ariadne tuviese que hacerlo.
Ya, seguro. El caso es que después te pasaste media hora quejándote, muy preocupado, porque estaba siendo un inconsciente al ir allí sin ti y porque era prácticamente un chiquillo, por el que no podías dejar de preocuparte.
También dije que me preocupaba por Ariadne y por Jero… –negó con la cabeza, recordando la escena en el avión– ¿También estoy enamorado de ellos?
Espero que no, porque eso sería pederastia y es ilegal.
En realidad, la edad de consentimiento en España es precisamente a los dieciséis.
Felipe alzó una mano para interrumpirle.
Mira, podría entrar en que, mientras subíamos al piso de Tim en Londres la primera vez, estabas más nervioso de lo que he visto desde tu expulsión del clan. Podría mencionar el terremoto en el rascacielos de los Benavente, en el que sólo estuviste pendiente de él y, cuando cayó sobre ti, en vez de echarlo o hacer un chiste, le colocases las gafas con la sonrisilla. También podría hacer referencia al que recibieses una puñalada por protegerle y que, después, cuando estabas moribundo, le soltases un “No te preocupes, Ken, no pienso abandonarte tan pronto” –continuó, alzando de nuevo la mano para que no le interrumpiese, indignado por la pésima imitación, que le hacía parecer una quinceañera hormonada–. Podría seguir hablando, podría recordarte cómo os mirabais el uno al otro cuando estabas herido o cómo os habéis dedicado durante días a tiraros de las coletas y a discutir como niños. Por no mencionar el célebre “Me alegro de que, aunque te enfades conmigo, sigues considerándome guapo” –lo imitó de nuevo, incluso con menos acierto que la vez anterior, puesto que en esa ocasión le habrían tomado por Zaza de La jaula de las locas– y la consiguiente reacción de irse dando un portazo, dejándonos a todos anonadados. Podría incluso anunciar que no soy estúpido y, al entrar esta tarde al despacho, él estaba rojo como un tomate y evitaba tu mirada, mientras que tú, por mucho que disimulases y bromeases, parecías querer gritar de frustración. Podría hablar de todas esas cosas –concluyó–, pero no lo voy a hacer.
¿Ah, no?
No –repitió su viejo amigo, antes de clavar los ojos, que parecían astutos y afilados, en los suyos–. No será necesario, porque yo no dije que estuvieses enamorado de Kenneth, pero tú si has hecho referencia al amor en el comentario sobre Ariadne y Jero.
Hubo una pausa, unos momentos de silencio, antes de que Álvaro se desinflase sobre los almohadones. Parecía mentira. Se sentía como si lo fuese. Años de ocultarse, de hablar sobre “sus citas” en género neutro y de actuar como un conquistador despreocupado y cínico respecto al amor. Años que ahora parecían no tener sentido, como si se hubiesen desdibujado. Era extraño y, sobre todo, incómodo. Como si el que hubiesen descubierto su secreto le hubiese dejado, de alguna forma, más vulnerable.
Felicidades. Años de abogacía y nadie me había pillado nunca en un renuncio. Menos en uno tan obvio –se quejó, echándose el dorado cabello hacia atrás con una mueca.
Me lo has puesto fácil –reconoció con docilidad–, pero yo tampoco te lo puse más difícil cuando te hablé de Valeria.
Bueno, es que tú no lo ocultaste. Fue algo como: “Álvaro, he encontrado trabajo como profesor en un internado y, cuando fui a hablar con el director, ¡conocí a la mujer de mi vida! Es tan guapa y tan rubia y tan guapa…” Incluso cuando te pregunté si era más guapa que yo, ¡tú insististe en que lo era! –le recordó con una sonrisa petulante– Y esa ceguera sólo puede ser fruto del amor, amigo mío.
Felipe lo miró mal, aunque llevaba haciendo caras desde que comenzó con la imitación, que lo había dejado como un absoluto panoli. Álvaro lo había hecho a propósito. Como venganza.
Puedes burlarte de mí todo lo que quieras, Álvaro, pero eso no cambia el que te haya pillado.
Supongo que no –suspiró.
Bueno, no he podido evitar darme cuenta de que te gustan los hombres, así que me preguntaba cuándo pensabas contármelo. Suponiendo –añadió después de unos segundos de silencio– que pensases hacerlo.
¿Importa?
Pues no sé –ironizó–. Pero comprende que me ofenda un poco saber que mi mejor amigo, al que conozco de toda la vida, me ha estado mintiendo durante años.
No te he mentido.
Pero me has ocultado cosas, que es lo mismo.
¿Acaso cambia algo? ¿Es esto de verdad necesario?
No, por supuesto que no cambia nada –admitió, con una mirada fulminante–. Y, precisamente, el que te atrevieses a dudar de ello, es lo que más me ofende de todo.
No dudaba de ello.
Entonces, ¿por qué ocultarlo?
No era asunto tuyo –repitió, cruzándose de brazos–. No era asunto de nadie.
Después de unos minutos de silencio, la expresión de Felipe se suavizó un poco.
¿Mateo?
Álvaro se limitó a asentir, pues no tenía ningún deseo de añadir que también había estado enamorado de él, antes de que se distanciasen tras su exilio.
¿Desde cuándo?
Al ver que se encogía de hombros, su amigo continuó mirándolo con fijeza, dándole a entender que no lo dejaría hasta que le diese una respuesta.
Desde el primer día.
Comprendo –suspiró–. Y… ¿Sigues sintiendo algo por él?
Supongo que no.
Supones.
Álvaro volvió a encogerse de hombros y apretó los labios, dejando claro que, en esa ocasión, no iba a hablar más del tema.
Imagino que es una buena noticia, ¿no? Que lo hayas superado y ahora te guste Kenneth.
Sí –constató con amargura–. Es genial.
Tú no pareces muy feliz.
¿Por qué iba a estarlo? –se quejó– Oh, sí, he superado a Mateo y me gusta otra persona. Es genial. Porque no es heterosexual, ni un ladrón que odia a los asesinos ni está prometido. Qué suerte tengo.
Vale, no puedo negar que esté prometido y tampoco estoy muy seguro de su actitud hacia los asesinos en general –reconoció, mirándolo con seriedad–, pero sobre la parte de heterosexual, tengo mis dudas.
Ya.
Álvaro –suspiró, mirándole con algo que no supo identificar por completo, pero parecía una mezcla de pena y ternura–, tú no has visto cómo te mira ese chico.
Mal.
Bueno, ahora sí porque le has ofendido, pero yo estuve en Londres, ¿recuerdas? No te miraba precisamente mal.
Sí, ya.
En serio –insistió–. ¿Quieres saber cómo te miraba?
No, no quiero.
Te miraba –continuó, ignorándolo– de la misma forma en la que yo miro a Valeria. Como si no hubiese en el mundo nada más importante o digno de atención.
Si hubiera sido cualquier otra persona, Álvaro habría sacado fuerzas de la flaqueza y le habría echado de su habitación a patadas, herido o no. Pero era Felipe y le miraba con la cara ilusa y monilla, así que sólo suspiró. De alguna forma, le debía tener esa conversación.
Eres un cursi.
Lo digo en serio –insistió.
Déjalo ya, Felipe –pidió, con un tono que dejaba clara la advertencia.
Pero, ¿por qué? No es como si me lo estuviera inventando para animarte, es cierto. Tú no lo viste mientras te curaba la herida, pero temblaba como una hoja, cada vez que te miraba a la cara parecía al borde de la ruptura, ¡es por eso por lo que se enfadó!
¡Ya está bien! –zanjó– Mira, sé que quieres ayudar, pero no puedes hacer nada por mí en esta ocasión, excepto dejarlo estar, ¿vale?
¿Dejarlo estar? ¿Crees que eso va a ayudar a alguien? –preguntó, enfadándose un poco.
Lo hará más fácil para todos –aseguró, ignorando el bufido incrédulo de su amigo–. Da igual lo que yo sienta, ¿no lo entiendes? No cambia nada. Prefiero ignorarlo y actuar como si todo estuviese bien.
¡Pero nada está bien!
¡Se va a casar! Incluso si tuvieses razón, incluso si él correspondiese mis sentimientos, entonces… –casi se atragantó con su propia voz, como si su garganta luchase para no emitir esas palabras, sabiendo que serían demasiado dolorosas–. Entonces todo sería aún peor, porque no cambiaría nada. Él se casaría con Ariadne, se convertiría en el rey de los ladrones.
No tiene porqué ser así.
Pero lo será. Y no sería justo. No sería justo para mí y tampoco sería justo para él. No quiero ponerle en esa situación, Felipe. O me rechaza porque no siente nada por mí y, conociéndolo, se sentirá culpable por romperme el corazón y eso se cargará nuestra amistad, o me rechaza por sus obligaciones y tiene cargo de conciencia por el resto de su vida. No quiero que ninguno se atormente con el “¿y si…?”. ¿Por qué no entiendes eso?
Porque quizá no te rechace –exclamó–. Quizá él está teniendo las mismas dudas que tú ahora mismo y teme que tú no le correspondas. Quizá está dispuesto a romper el compromiso, con el que no se le ve muy emocionado, por ti.
Ya –ironizó–. Y después huiremos a Narnia en unicornio, ¿no?
¿Por qué te cuesta tanto creerlo?
Porque las cosas no funcionan así –clamó, levantándose de la cama y acercándose a la ventana de la habitación, en la que se apoyó, cruzándose de brazos–. Las cosas nunca funcionan así.
¿Y por qué no? A veces las cosas salen bien, Álvaro. A veces uno consigue ser feliz.
No a mí –zanjó–. ¿Cuándo he tenido yo suerte? ¿Cuándo me han salido a mí las cosas bien? –negó con la cabeza, antes de volver a mirarle– Conmigo no funciona así. Cuando lo que quiero es algo verdaderamente importante, todo se estropea.
Eso no es cierto.
Esa es la pura verdad. Dime una, solo una vez, en la que tuviese suerte. En la que, con todo en mi contra, consiguiese lo que quería de verdad.
Bueno, quizá estás, precisamente, ante esa única y maravillosa situación en la que las cosas te salen bien a ti. En la que consigues al chico.
Álvaro bufó de nuevo, revolviendo de nuevo su melena dorada mientras miraba hacia el jardín. Desde su habitación no se veía el lugar donde habían enterrado al asesino brasileño, pero él sabía que no estaba muy lejos. Aún recordaba esa noche, en la que Kenneth se había sincerado con él y le había contado la verdad sobre su padre. En la que su relación había dejado de ser un tira y afloja continuo, para convertirse en una amistad. En la que la animadversión había pasado a convertirse en confianza.
Cuando lo pensaba desde la perspectiva de Felipe, los jirones de su idealismo aullaban y se retorcían, diciéndole que apostase. Que dejase de ocultarse y de mentir a todos a su alrededor. Que pusiese el corazón sobre el tapete y jugase hasta el final.
Pero entonces se acordaba de Kenneth junto a su abuela, de cómo quedaba callado y resignado, completamente a su merced. De cómo, después de que le hubiese dado uno de sus ojos, él se había quedado con María Luisa una noche y al día siguiente había vuelto avergonzado y culpable, esperando una ejecución verbal, casi de forma mansa, como si no hubiese otra opción después de cometer un error. Como si la consecuencia de ser sincero con él sobre lo que pensaba y sentía, de abrirse, fuera que utilizasen sus confesiones como armas arrojadizas.
Antes de la reunión Kenneth había mostrado seguridad, decisión e incluso dureza. Pero había sido con él. Con él, que llevaba meses tratándolo, dejando claro que respetaba su opinión, que le interesaba, que podía ser sincero.
Le gustaría pensar que podía enfrentarse con la misma fuerza a su abuela, pero los jirones de su idealismo y su inocencia no eran lo bastante poderosos como para cambiar el tinte cínico que su vida estaba adquiriendo bajo la luz de la luna creciente.
Sabía que todavía no sería capaz de enfrentarla. Y hasta que no fuese capaz, si es que lo era algún día, no se rompería el compromiso. Incluso cabía la posibilidad de que ganase ese valor demasiado tarde, cuando la boda ya fuese un hecho.
Álvaro no podía enfrentarse a esas duras posibilidades y mantener la esperanza. No después de tantos años de querer a Felipe en silencio, sin atreverse a ser sincero con la persona que mejor lo conocía en el mundo. No después de tantos años viendo a Mateo llorar por Elena. No cuando llevaba tantos años asumiendo que el amor no era para él. La esperanza era un arma de doble filo y lo más probable era que acabase hiriéndose a sí mismo. Como siempre.
No digas tonterías, Felipe –pidió, apoyando la cabeza contra el cristal y sintiendo el sordo tirón de la herida en su costado, en cuyas puntadas, de técnica perfecta, seguía percibiéndose el temblor de las manos que las habían llevado a cabo–. Yo nunca consigo al chico.

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