miércoles, 12 de febrero de 2014

Alanis: Capítulo 1

Hay veces en las que las frikis nos planteamos un imposible. Un imposible que no pasará en la serie/libro/película ni de coña, pero que es divertido imaginarse. De ahí salen muchos fics. A veces, si ese imposible se cumpliese, tú elevarías una queja porque es una gilipollez de imposible que apesta a fic tanto que tira pa'tras.
Y a veces, sólo a veces, escribes también un fic para reírte un rato o pasar el tiempo.
Esa es la historia de mi nuevo fic "Alanis", que ni yo sé cuanto va a durar. Es una gilipollez. Las amalgamas de los nombres llevan a pensamientos pecaminosos que hacen a Sor Quisquilla persignarse. Pero os presento, mi nuevo fic Kennal/Felal, o de como Álvaro está más perdido que un pulpo en un garaje.
¡Fic, te elijo a ti!




1. De despertares, guerras y whisky escocés.

Y con una atragantada bocanada de aire, Felipe Navarro despertó del coma.


Después de eso, su habitación se llenó de gente. Gente que le abrazaba, que se alegraba de su despertar, que palmeaba sus brazos con los ojos brillantes.
Los ojos de Ariadne brillaban como no recordaba haberlos visto brillar nunca. Las lágrimas contenidas y la euforia les daba una luminiscencia indescriptible, que le hacía sentir vivo. A ella, le dio el abrazo más largo y más fuerte, y lloraron en el hombro del otro, necesitados de contacto.
Su sobrina estaba sentada al lado de su cama, sujetándole la mano con fuerza, incrédula de que estuviese de vuelta.
Valeria también había acudido, y se arrojó a sus brazos, llorando de emoción. A decir verdad, esperaba más de ese abrazo que había esperado tanto tiempo. Esperaba que el mundo desapareciese, que sólo existiesen ellos dos. Pero los ruidos del hospital ni siquiera bajaron de volumen, y a parte de la calidez de ese cuerpo suave y hermoso, no sintió nada.
Se separaron, y ella parecía apunto de decir algo, pero hubo unos golpecitos en el marco de la puerta.
Álvaro Torres le miraba, con los ojos brillantes, como todos los que había visto desde su despertar, y una pose segura y algo burlona que no conseguía enmascarar su emoción.
-¿No podías al menos despertar cuando estuviese en el país?
-¡Álvaro!
Él se acercó sonriente a la cama, aunque su avance fue detenido por un fuerte abrazo de Ariadne, que él correspondió con una sonrisa aun más grande.
-Esta chica vale su peso en oro, Felipe, tienes suerte – bromeó guiñándole un ojo.
-Lo sé, tengo mucha suerte.
Álvaro le miró con aire crítico, tan falso que tuvo ganas de reír, después hizo un extraño aspaviento arqueando las cejas.
-Ese peinado es la cosa más horrible que he visto desde tu intento de maqueta a los trece años.
Felipe rió divertido.
-No estaba tan mal.
-Si eso era un castillo, yo soy Elvis disfrazado.
-Eso explicaría que contonees las caderas como si fueses una femme fatale.
-Me alegro de que estés de vuelta, hermano.
Felipe necesitó un segundo para darse cuenta de que estaba Valeria, y que, claramente, debía pensar que eran familia.
-Me alegra también.
Álvaro se acercó y le dio un abrazo. Como siempre que se abrazaban, sintió que había algo en ellos que encajaba, simplemente, como su fuesen dos piezas de un rompecabezas. Pero había algo raro. Álvaro se sentía incómodo. Normal, estaba su sobrina delante, y su relación no era la mejor en los momentos antes de que cayese en coma. Como siempre que esos sentimientos indeterminados salían a la luz, Felipe aumentó la intensidad del abrazo.
Normalmente, el mundo a su alrededor habría desaparecido y sólo habrían quedado ellos, pero, aunque todo se paró y fue maravilloso durante unos segundos, sintió que Álvaro se tensaba. Se tensaba.
Se separaron, y él le sonrió, pero no era su habitual sonrisa. Su sonrisa se siempre era radiante, cegadora, le hacía sentir mariposas en el estómago y el mundo era un lugar mejor para vivir.
¿En qué pensaba?
Oyeron otros golpecitos en la puerta, bastante más educados que los burlones que había hecho Álvaro.
Había un joven inseguro y aparentemente avergonzado, sin saber muy bien como actuar.
-Pasa, Kenneth. Todavía no conoces a tu jefe.
Y le sonrió.
Le sonrió. Con la sonrisa. Una sonrisa que Álvaro sólo había esbozado por y para él. Su puta sonrisa.
-Soy Kenneth Murray – se presentó inseguro.
-Sé quién eres – respondió cortante, usando su tono más autoritario –. Y sé lo que nos costó tu voto.
-Felipe – trató de interrumpir Álvaro, pero él no le escucho.
-¿A qué has venido?
Kenneth Murray, envalentonándose un poco ante su tono, dejó las inseguridades a un lado.
-Precisamente, venía a hablar con Ariadne de eso. Lo he discutido con mi abuela, y lo-que-ya-sabéis está cancelado – explicó mirando de reojo a Valeria.
-¿De qué habláis? – preguntó ésta, confusa.
Ariadne, ignorándola, se le lanzó al cuello a Murray, dándole las gracias, emocionada. Él le palmeó la espalda, sin saber muy bien que hacer al respecto.
A Felipe no le pasó desapercibida la sonrisa de Álvaro. El odio contra Kenneth Murray aumentó exponencialmente.
-Yo… Debería irme… – comenzó a balbucear, de forma completamente patética, si querían la opinión de Felipe.
-No Kenneth, me gustaría… Me gustaría hablar contigo. ¿Vamos a la cafetería?
-Por supuesto – asintió.
-Yo, en cambio, sí debería irme.
Estuvo a punto de caerse de la cama ante esa afirmación por parte de Álvaro.
-¿Ya te vas?
-Sí, en realidad, tengo que organizar algunas cosas en el internado, tendré que dejarlo todo listo para cuando vuelva tu padre.
Se preguntó como era posible que fuese él el único en olvidarse de la presencia de Valeria una y otra vez.
Valeria y él quedaron solos en la habitación del hospital.
-Felipe, yo… Te he echado muchísimo de menos.
Valeria volvió a abrazarle, y él lo tuvo claro. Era el momento de aceptar de una vez por todas, sus sentimientos por Álvaro.
-Valeria, con todo lo que ha pasado, creo que tenemos que hablar.

Felipe siempre había sido perfectamente consciente de sus sentimientos por Álvaro.
Álvaro había sido una constante en su vida, con la que siempre había podido contar, y entre ellos, había algo más.
El problema, era que cada vez que empezaban a avanzar, que lo que había entre ellos entraba en ebullición y que parecía que el explotar en una declaración era cuestión de tiempo, él lo fastidiaba todo.
Había una chica.
O veinte.
No llevaba la cuenta de todas las que había habido, pero eran bastantes.
Chicas guapas, de rasgos redondeados y sonrisas dulces. Con piernas más largas que la enciclopedia Larousse y escotes con piel de terciopelo.
Sí, siempre las había.
Y ellas, siempre le rechazaban.
Entraba, entonces, en una espiral de obsesión/persecución/locura, que Álvaro observaba desde la barrera. Nunca intervenía. Nunca parecía perder a esperanza.
Las chicas, en realidad, no habían sido el problema, sino un mero obstáculo que sortear, un retraso en el camino para formalizar su relación.
El verdadero problema, entonces, era Kenneth Murray. Murray.
Con esas gafas, ese aire de empollón, esa aura de pardillo, esa forma de hablar como si en vez de decir idioteces sin interés estuviese recitando a Shakespeare, esa inseguridad, esa torpeza, esa completa y definitiva mediocridad… ¿Cómo podía ser, realmente, un problema?
No lo sabía, pero lo era.
Lo sentía en los huesos.
Y en las miradas que el imbécil le dedicaba cuando el rubio estaba distraído.
Y en las que él le devolvía poco después.
Lo notaba. Lo sabía. Entre Kenneth y Álvaro había surgido algo. Y ese algo no podía seguir surgiendo.
No estaban juntos de manera oficial, así que no debía ser muy difícil.

Poco después, la misma noche en la que acababa de volver al internado, mientras comentaba un par de anécdotas del pasado en las que Álvaro y él eran los protagonistas, captó la mirada de ese imbécil.
El mensaje era muy claro, después de todo, se había pasado la noche acaparándole.
“Esto es la guerra.”
Y vaya, que si lo era…
Nadie tenía del todo claro por qué, pero la cena se convirtió en una guerra de anécdotas graciosas, y de ver quien era mejor que el otro.
Oh, bueno, sí que había gente que se lo imaginaba, pero el desconcierto fue bastante general.
Felipe se fue a la cama pensando que lo tenía ganado.

Desgraciadamente, al día siguiente, Álvaro, mirándoles a ambos con frialdad, afirmó que volvía a Madrid.
-Después de todo, tú ya estás despierto y puedes encargarte del Bécquer y de Ariadne por ti mismo – afirmó –. Y yo tengo que volver a mi piso y a mi bufete. Me espera un duro trabajo para poder volver a mi posición en la abogacía – suspiró.
-¿Estás seguro? Puedes quedarte aquí todo el tiempo que quieras.
-Completamente, muchas gracias – no dijo nada más, y cogió la maleta para irse.

En otras ocasiones, seguramente eso habría sido el final. Se dedicaría a llamarle a menudo, mandarle algún mensaje, y pasarse por Madrid de vez en cuando. Pero había un competidor más en el juego. Y, sin que nadie excepto cuatro personas supiese el por qué, dio comienzo una guerra abierta entre Felipe Navarro y Kenneth Murray.


Álvaro Torres nunca había tenido una baja autoestima. Era genial, y lo sabía.
Era guapísimo – y no lo decía él, ni su madre, lo decían los suspiros femeninos y masculinos que provocaba con un movimiento de cabeza que hiciese moverse su pelo –, inteligente – no le daban el título en derecho magna cum laude a cualquiera, después de todo –, un magnífico ladrón – el tiempo que duró –, un todavía mejor asesino, un abogado implacable y una persona que rezumaba encanto. No, Álvaro Torres no necesitaba una abuela.
Pero había una espinita clavada en su orgullo. La espinita, que se llamaba Felipe, se parecía a David Tennant y siempre llevaba el pelo más largo de lo que a su hermano le hubiese gustado. La espinita había crecido con él desde su adolescencia, y sostenía una complicada danza en la que dejaba de doler o era un puto infierno según le diese.
La espinita le gustaba de verdad. Incluso podía hablar de amor. No en voz alta, pero mentalmente podía.
El problema es que la espinita siempre quería lo que no podía tener. Era una constante en ella. Y como la espinita no era tonta, como que se daba cuenta de que sí podía tenerle.
Entonces aparecían chicas guapas y completamente imbéciles, y la espinita perdía el Norte. Y se clavaba.
Porque él sabia que esas mujeres, por llamarlas de alguna forma, no le llegaban a la suela del zapato. No lo hacían. ¿Por qué, entonces, la espinita las iba persiguiendo, dejándole a él con un palmo de narices?
No era por su personalidad, obviamente, él tenía encanto, y la espinita y él se entendían a la perfección.
Y menos el aspecto físico. Excepto por un ligero episodio de acné a los trece años, él siempre había parecido una escultura de Miguel Ángel. La gente, incluso la que no se sentía atraída por él, lo reconocía. Habían intentado enrolarle en una agencia de modelos, por amor de Dios.
En todo caso, ese no era el problema. La espinita y él siempre habían tenido una relación complicada.
El problema era otro, y no era una espinita.
Era Kenneth Murray, y ese pobre chaval no podría herir su orgullo ni aunque lo intentase con todas sus fuerzas.
No entendía muy bien que le pasaba con él. No era para nada su tipo, pero tenía algo.
Era tan débil, tan necesitado de protección, y a la vez tan inteligente y fuerte en el momento necesario. Se sonrojaba con facilidad, hablaba como si estuviese recitando una obra especialmente complicada, se subía las gafas con el dedo índice cuando estaba nervioso, no veía la televisión, y ni siquiera cuando no había otra anestesia y tenían que darle puntos bebía alcohol. Era un idiota. Y él sentía ganas de revolverle el pelo y de abrazarle cada vez que lo era.
¿Que quién le gustaba entonces? No lo sabía ni él.
Por un lado, Felipe había sido su primer amor, el chico que le había gustado toda la vida, con el que se entendía y tenía mil cosas en común. Por otro, Kenneth le hacía sentirse feliz y le costaba contener los “Aw…” cada vez que abría la boca. Se sentía dividido.
Y después, Felipe despertó del coma. Dudas, y dudas, y dudas.
Hasta esa cena, claro.
Felipe estaba territorial. Acaparaba de forma más que obvia su atención. No paraba de contar anécdotas de su juventud, en las que él, que para algo había estado presente, sabía que había más imaginación que en los siete libros de Harry Potter juntos.
Y no dejaba decir una mísera palabra a Kenneth. Que casi ni habría la boca en una situación normal pero que lo intentaba frecuentemente en esa cena.
Llegados a un punto, él le fulminó con la mirada.
Desgraciadamente, Felipe lo vio.
La incómoda cena se convirtió en una especie de batalla sobre quién era mejor, en la que sólo les faltó subirse a la mesa y ver quien estaba mejor dotado.
Álvaro decidió que estaba dudando entre dos idiotas, y se fue a Madrid en lo que se aclaraba para no tener que verles.
Mateo sabía de sus sentimientos por Felipe. Años de amistad y noches de beber hasta casi perder el sentido hacían imposible que no lo supiese. Que Álvaro borracho hablase por los codos fue determinante.
Aun así, no le sirvió de mucho, porque después de escucharle pacientemente, le indicó que era mejor que acudiese a Tania, porque él no había leído Crepúsculo. Sólo años de amistad impidieron que el eminente periodista acabase con la nariz rota.
Y así, entre dudas y películas con triángulos amorosos para ilustrarse, pasó el tiempo.

(Advertencia: Aquí Artemisa perdió el norte y escribió una enorme flipada.)

Álvaro, que tenía la mañana libre gracias a un aplazamiento imprevisto, estaba siguiendo los consejos de Alicia, la de Aquí no hay quien viva, y había decidido hacer una tabla de pros y contras para cada pretendiente.
-Felipe. Pro = fue mi primer amor; contra = pasamos años sin hablarnos hasta que matriculé a Tania en el Bécquer. Kenneth. Pro = es una monada; contra = no tiene carácter. Felipe. Pro = admitámoslo, está ya no como un tren, está como el hijo bastardo del Expreso de Hogwarts y el Orient Express; contra = Valeria, Alexis, Maryam… Kenneth. Pro = es fácil hablar con él y me siento bien cuando lo hago; contra = sería familia de María Luisa.
Paró unos segundos, considerando cual de los dos últimos contras era peor.
El teléfono rompió el que se adivinaba un largo y complejo debate.
-¿Sí?
-Ven aquí ahora mismo y páralo.
-Hola, Gerardo – saludó mientras apuntaba en la tabla que tenía intereses comunes con Felipe.
-Ni hola ni – la palabra en alemán le salió con tanto acento que ni siquiera él la entendió-. ¡Ven aquí y detén esto!
-Háblalo con Felipe, los asuntos del internado son su problema.
-¡Me refiero a que le detengas a él! ¡Y a Murray!
-¿Qué les pasa? – preguntó sin preocuparse demasiado, y admitiendo que las gafitas de Kenneth le ponían.
-¡Desde que te has ido están en pie de guerra, y se han pasado de la raya! ¡Detenles ya!
-¿Se puede saber de que hablas?
-¡Están peleando en la cámara de los Objetos! ¡Van a romper algo!
-Pero yo no puedo entrar ahí, ¿recuerdas?
-¡Hablas cómo si el rey no quisiese atarte una cama! ¡Soluciónalo!
Álvaro no supo muy bien cómo reaccionar al oír los pitidos que indicaban que acaban de colgarle.
Bueno, Gerardo tampoco es que sea estúpido. No sé de qué me sorprendo.

La cámara de los Objetos era menos ostentosa de lo que él se imaginaba, pero le gustó.
Le habría gustado más de no tener que ver a Felipe y a Kenneth tirando de un futuro proyectil en medio de ella.
Nada era perfecto.                                                                           
-¿Se puede saber que estáis haciendo?
Al menos ambos quedaron petrificados con esa frase.
-Álvaro… Yo… Nosotros…
-Ahorráoslo. Gerardo me ha llamado para que os eche la bronca, ¿podría alguno indicarme desde cuando soy vuestra madre? Porque no me acuerdo del parto.
-¡Él empezó!
-¿Yo? ¡Pero serás…!
-¡Basta! Da exactamente igual quien empezase, soltad ese Objeto antes de que lo rompáis también.
Ninguno se movió.
-Por el amor de Dios… -masculló poniendo los ojos en blanco y acercándose para quitárselo.
-¡No, Álvaro! ¡No toques el dibujo!
Demasiado tarde.
Una luz blanca les iluminó a los tres, lanzándoles a varios metros de distancia.
El caldero de cerámica, lleno de runas y grabados rituales, flotó unos segundos antes de posarse delicadamente en el suelo e iluminarse con una luz rosada.
-¿Qué se supone que ha sido eso? – preguntó Kenneth frotándose la fuente.
-Creo que me he roto la espalda…
-Os odio a los dos.
-¡Sois imbéciles! – Gerardo estaba echando espuma por la boca.
Aun más de lo normal.
Mala señal.
-Ese caldero…
-Ese Objeto, es El caldero de Hefestión.


Kenneth aceptó una de las tazas de té que les tendía Gerardo de malos modos, expectante por saber a qué se estaban enfrentando.
-El caldero de Hefestión – comenzó Gerardo como si estuviese dando una clase de historia – fue encargado por Alejandro Magno. Necesitaba un heredero para su imperio, pero sólo contaba con Heracles, un hijo ilegítimo al que no quería poner en el trono. Cómo supongo que ya sabéis, Alejandro tenía un amante llamado Hefestión, con el que, dejando de lado algunos amantes y a sus propias esposas, mantuvo una relación desde su infancia hasta el día de su muerte. Pues bien, Alejandro, desesperado al ver que sus mujeres no le daban hijos, acudió a un oráculo que le dijo que el único que podría reinar en su imperio sería un hijo bendecido por Eros.
»Alejandro interpretó que debía ser hijo de él y de Hefestión, puesto que Eros era el patrón de las relaciones entre dos hombres, y encargó a los más poderosos hechiceros la creación de éste Objeto.
»Lamentablemente, Hefestión fue asesinado poco después, en el otoño del 324 a. C., y Alejandro, al recibirlo, destruyó toda la información que indicaba como utilizarlo y lo relegó a un sótano oscuro en uno de sus palacios.
»Moriría poco después, y su único heredero sería un hijo que concibió poco antes. Lo asesinarían y su imperio se derrumbaría bajo su propio peso.
-Cuando dices que Alejandro y Hefestión tendrían un hijo… ¿Qué quieres decir, exactamente?
-Álvaro, vas a ser padre.
Él quedó blanco como la tiza.
-¿Perdón?
-Tocaste el dibujo. ¡Te dije que no lo hicieses! Lo único que no sé es cual de estos dos zoquetes va a acompañarte en la maravillosa aventura de la paternidad.
-¿Y no hay alguna forma de vaciarlo?
-No. Alejandro y Hefestión tenían muchos enemigos, así que el caldero está preparado para rechazar cualquier intención de dañar su interior. Incluso después del nacimiento, la protección se alarga unos seis meses.  Si hay algún proceso para pararlo, lo desconozco. Quizá porque llegó hace un par de semanas y no he podido estudiarlo a fondo, gracias a vuestras estupideces. Ahora es imposible hacerlo.
Álvaro se levantó de la silla, acomodó ligeramente su traje, y se dirigió hacia el mueble bar.
-Felipe, pienso agotarte el whisky, y cómo digas algo te estrellaré una botella en la cabeza – anunció cogiendo una copa –. Sólo quiero anunciaros – continuó sirviéndose –, que os voy a matar a los tres – bebió un sorbo largo –. Soy un asesino, y no me va a dar cargo de conciencia.
-Álvaro… – comenzó Kenneth.
-Tú – le interrumpió, señalando a Gerardo –, me llamaste en un primer lugar porque no podías controlar a dos gilipollas medio chiflados. Y vosotros – pasó a fulminarles con la mirada – sois los dos gilipollas.
-¿Qué vamos a hacer con esto?
Hubo unos minutos de silencio.
-Yo también necesito una copa – murmuró Felipe.
-Todos la necesitamos – añadió Gerardo.
Álvaro sirvió cuatro copas hasta el borde y se las acercó.
-No bebo, gracias – susurró sin levantar la mirada.
Él le miró con seriedad, como si estuviese evaluando su afirmación.
-No sé si quiero besarte, o pegarte un puñetazo. Con sinceridad.
-Estás de coña, ¿verdad? – saltó Felipe – ¡Murray es idiota!
Kenneth Murray se consideraba una persona equilibrada. Siempre había defendido el diálogo antes que la violencia, y solía tratar de ponerse en el lugar del otro. No perdía el control de sí mismo, y trataba de actuar con propiedad y de la mejor manera posible.
Excepto cuando se trataba de Felipe Navarro. No le gustaba pensar en ello como ‘celos’, pero sentía ganas de asesinarle con un abrelatas. Él. Para un ladrón, sentir ansias asesinas era algo extraño y complejo, para Kenneth Murray, era insostenible. Quizá habría sabido controlarlas. De no ser porque se comportaba como si Álvaro fuese suyo. Le cabreaba eso.
-Nadie te ha pedido opinión – estalló – ¿Quién te crees que eres?
-¿Yo? ¡Eres tú el que ha salido de la nada! ¡Yo llegué años antes!
-¡Y mira la ventaja que me llevas!
-¡Ambos sois idiotas! – sentenció Gerardo – ¿Por qué no le pedís que elija a uno y punto?
Casi al mismo tiempo, ambos se giraron hacia Álvaro, que parecía más concentrado en mirar a trasluz el poco whisky que le quedaba en la copa que en la conversación.
-Tú… ¿Lo sabes? – preguntó al fin Kenneth.
-¿Qué si lo sé? – apuró el whisky – ¿Vosotros cómo de imbécil me consideráis, aproximadamente? ¿Podría abrocharme la camisa solo?
-Pero, si lo sabías…
-No quería hacerte daño, estúpido.
Álvaro golpeó la copa vacía contra la mesa con bastante fuerza.
-Felipe, no tienes ni puta idea.
-¿¡Entonces por qué coño no has elegido!?
-¡Por qué tenía dudas, ¿vale?!
-No es por ser desagradable, pero dudas, ¿de qué?
-Lo estás siendo, Gerardo. Y, sólo para que conste, espero que los tres muráis de forma dolorosa en un futuro cercano, por lo que en este momento, creo que antes me liaría con Lord Voldemort que con uno de los dos.




Dura sentencia de Álvaro. Gran momento para acabar el capítulo.
En la intimidad, me pregunto si esto es un fic, la confirmación de que estoy como una cabra, o una prueba sobre cómo sé usar la cursiva.
Pues ya lo habéis visto. Álvaro espera un hijo y no sabe de quién. ¿Qué? Oh, sí, me gustan mucho los culebrones, ¿se me nota?
En mi defensa diré que casi todo lo que digo sobre Alejandro Magno es cierto. Bueno, lo del caldero y el oráculo no, pero sí estaba liado con Hefestión. Se duda sobre si le mataron o enfermó, pero yo tengo muy claro que es la primera opción, se ve con bastante facilidad en la película de Alejandro Magno, que os recomiendo encarecidamente.
¿Que cómo va a acabar esto? Ni idea. ¿Que de quién es el niño/a? No lo sé ni yo. ¿Que si voy a acabar esta historia? Pues quizá, a saber, con lo inconstante que soy...
Para todo lo demás, esperad al próximo capítulo ;)


2 comentarios:

  1. Ay Dios, me muero xDDD Creo que es el fic más épico que he leído nunca. Ya no sé ni qué comentarte al respecto, todo es demasiado bueno! Ya sabes que yo soy partidaria del Kennal. Siempre. Felal suena muuuy mal. Y lo de que van a tener un hijo... Es tan culebrón que me encanta xD Espero que sea de Kenneth, de ahí saldría el bebé más ideal del mundo. Y una última cosa... Hoy estoy un poco espesita, así que no he pillado lo de "Alanis", ¿me lo explicas? No me juzgues xD

    PD: Amo la foto del final xDD

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    Respuestas
    1. Aysh, gracias, eres un amor ^3^.

      El Kennal es fuerte y puro. Pero Felipe se parece a David Tennat y se apellida Oldman. Y eso me tira. Mucho. A saber por dónde voy a salir.
      Felal es una amalgama horrible, lo sé. Aunque la de Percy y Nico es Perico, que suena a loro, y la de Pepper y Tony Stark, Pepperoni. Sí, como lo de la pizza. Raro.

      Van a ser papás, sí. Si fuese de Kenneth saldría super ideal. Si fuese de Felipe saldría super ideal. Uno de sus padres es Álvaro, así que saldrá la cosita más guapa que nos podamos imaginar. Se sabe.

      Jejeje... Lo de Alanis ya veréis porqué es.

      PD: Queda mal que lo diga yo, pero también amo la foto del final xD

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